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El kirchnerismo cura heridas con ácido sulfúrico
Por Jorge Fernández Díaz - 23 de Febrero, 2014, 1:07, Categoría: Opinión
Aquel invierno de
derrota era soleado y agradable. Néstor Kirchner ordenó a su custodia que lo
llevara hasta Parque Lezama. Todavía conservaba en el corazón los latigazos del
duro revés que acababa de sufrir en las urnas. Era sábado, y Carta Abierta
realizaba una asamblea pública. Kirchner llegó sin
corbata, escuchó las diatribas de los intelectuales y esperó turno para hablar.
Cuando lo hizo arengó a ese puñado de setentistas, les insufló ánimos y se
despidió con aliento épico. Un asistente que lo acompañaba recuerda que al
subir de nuevo al coche blindado, Kirchner suspiró y dijo: "Qué
delirantes". No fue un comentario agresivo sino afectuoso, pero estuvo precedido
por muchas otras confesiones que hizo ante sus ministros de máxima confianza:
"No tienen la menor idea de lo que es la política". A veces, cuando tenía
que atender a un escritor oficialista, llamaba a su jefe de Gabinete de
entonces y le pedía con desesperación: "Vení conmigo porque a este tipo no
lo aguanto". La intelectualización de la política le parecía una
banalidad, y comparaba a esos pensadores de la retórica con los plateístas del
fútbol: "Te gritan que saques a un defensor y pongas a un atacante, y no
saben nada del juego; no tienen noción de lo que es estar en el medio de la
cancha dirigiendo el partido". Su viuda, en cambio,
siempre fue más porosa al bronce de los ilustrados. En ausencia de su esposo,
muchas veces se dejó aconsejar por los plateístas y cayó en la tentación
habitual de hacer jueguito para la tribuna. Se percibe todavía que le cuesta
abandonarlos en la banquina cuando debe exponer las cifras y los hechos después
de tantos años de manipulaciones y ocultamientos. Lo paradójico es que todas
esas trampas fueron ardorosamente convalidadas por muchos pensadores
kirchneristas, que dejaron la conciencia crítica para transformarse en meros
justificadores de desaciertos. Cristina Kirchner ha
retomado, aunque de manera superficial y tardía, el realismo en defensa propia,
y esa senda pragmática pone en una crisis de desencanto a muchos militantes.
Cuesta creerlo, pero algunos de ellos, hombres grandes, siguen siendo
analfabetos económicos y tiernos adolescentes políticos. Con cierto pensamiento
mágico creen que el Estado puede expandirse hasta el infinito sin
financiamiento (perdón, Mujica), que recortar gasto público implica
necesariamente hacer un ajuste neoliberal (perdón, Dilma), que acordar
políticas con Washington, el Club de París y el Fondo significa volver a las
relaciones carnales (perdón, Bachelet) y que cuidar las reservas y pedir
créditos externos es conservador (perdón, Evo). La gran dama se debate
internamente entre seguir esos prejuicios locales, que ella misma alimentó hasta
la caricatura, o gobernar con racionalidad bajo la lluvia de granizo. La mirada
esquizofrénica desconcierta a quienes deben confiar en la Argentina. Cristina K
reprivatiza y mal los trenes (perdón, Scalabrini), y a la vez se presenta como
Rosa Luxemburgo y denuncia fantasmagóricos golpes de Estado con la secreta
intención de recrear aquellos febriles entusiasmos de la 125: quiere llevar a
cabo otra batalla cultural, pero hoy la pólvora está mojada. Y como no puede
deshacerse de sus cuantiosos tabúes internos, sigue fabricando contradicciones.
En lugar de emitir tranquilidad y cohesión, lanza torpedos contra empresarios,
sindicalistas, jueces, periodistas, banqueros, y también contra los
"poderes concentrados" de Occidente. Los kirchneristas
intentan calmar los nervios profiriendo frases como "quieren que el
Gobierno vuele por el aire", "no nos vamos a ir antes", "la
patria está en peligro". Donde se necesita agua oxigenada, aplican ácido
sulfúrico. Y mientras tanto difunden que el problema económico terminó con los
trucos adoptados por el Banco Central, medidas que el ex secretario de Finanzas
de Néstor K, Guillermo Nielsen, califica como "un Ibupirac 600 por
hora". Abuso de analgésicos para tratar una enfermedad grave que precisa
de un buen diagnóstico y de una delicada intervención quirúrgica. La ecuación Scioli, que
es Cristina K menos relato, se desplegó esta semana en Estados Unidos. El
gobernador new age intenta convencer a los
estadounidenses de que el país hará los deberes. Uno de sus operadores
económicos estimó, en círculo de ejecutivos, que "el ajuste fiscal
necesario es de 2,5% del PBI" y que el Gobierno "lo hace ahora o
estamos en el horno". Internamente, y más allá de que algunos cometen la
imprudencia de escribirle partituras al enano paranoico que todo cristinista
lleva adentro, los economistas del peronismo creen que son preferibles las
brasas al fuego: siempre es mejor que el
ajuste lo encare el Estado a que lo imponga el mercado; es menos traumático que
la familia se apriete el cinturón a que el banco le embargue las cuentas. Mientras el sciolismo
promete en la capital del mundo cosas que no puede cumplir (las inversiones
serán respetadas y las amparará siempre la seguridad jurídica), en la
Presidencia de la Nación bajan la orden de instalar que la estampida de precios
no es culpa del rojo fiscal, la emisión, la inflación ni la devaluación del
peso, y mandan a grupos callejeros contra empresas y supermercados a repudiar
la carestía del tomate. A los gremialistas les
filtran rumores de que tienen, para cada uno de ellos, un carpetazo de los
servicios: muchachos, mejor moderen las pretensiones en las paritarias. El
nivel de apriete, ingratitud e insolencia con que el ultrakirchnerismo se
maneja, es directamente proporcional al inédito nivel de resentimiento que se
ha acumulado en toda la comunidad politizada. Lo risible es que,
junto a la batería de exculpaciones, corre una abrupta corriente de
sinceramiento: la inflación, el narcotráfico y otras lacras que durante años
fueron señaladas por la oposición y la prensa hoy son asumidas, sin pedir
disculpas, por quienes entonces las desmentían con peroratas furiosas y
vapuleos mediáticos. El kirchnerismo salió del placard, pero de un modo
vergonzante. Se irá dentro de dos años y dejará una pesada herencia. Sin
embargo, convertirlo en el chivo expiatorio de la decadencia nacional no sería
justo. The Economist nos recordó esta semana que ese declive es un enigma
indescifrable para el mundo, y que los Kirchner fueron apenas una estación más. La respuesta podría no
ser muy simpática para ninguno de nosotros. Es posible que nuestra perpetua
cuesta abajo se deba a la violencia de las dictaduras militares, a la ineptitud
económica de las breves gestiones del radicalismo y a la irresponsabilidad inescrupulosa
de los largos gobiernos peronistas. Pero violencia, ineptitud e
irresponsabilidad no son palabras que puedan aplicarse sólo a la clase
dirigente, puesto que cada una de esas experiencias históricas tuvo la adhesión
silenciosa o explícita de la sociedad argentina. Estos días se vio cómo
peleaban Ishii y Othacehé. Parecía una lucha alucinada entre Godzilla y King
Kong. Pero ambos han sido legitimados por el voto constante. Este país debe
repensarse a sí mismo de vuelta, sin buscar atajos y sin anacronismos. Precisa
de intelectuales independientes del poder que no practiquen el delirio ni
simplifiquen todo con conceptos vacíos como "acciones emancipadoras"
y "jornadas libertarias". Y con estadistas sin olor a naftalina,
dispuestos a una autocrítica profunda y a la audacia de la decencia y el
sentido común. Sin eso, seguiremos en la inexplicable lista de los genios sin
genio, los talentos extraviados y las oportunidades perdidas. Por Jorge Fernández Díaz
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