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Antes de Perón y antes de Duarte cuando era Ibarguren - 1
Por Armando Maronese - 23 de Noviembre, 2013, 1:19, Categoría: Peronismo: régimen, caída e historia
Parte I María Eva Ibarguren nació en la Estación los Toldos, General
Viamonte, Provincia de Buenos Aires, el 7 de mayo de 1919. Era una población
fronteriza en la que tribus indígenas acamparon durante los siglos XVIII y XIX,
en conglomerados de cabañas montadas en madera y cubiertas por toldos que
recibieron el nombre de tolderías. La pequeña niña fue el quinto retoño de Juana Ibarguren, descendiente de vascos. Doña Juana –soltera-, la cedió al estanciero Juan Duarte,
caudillo conservador ya casado y con familia en Chvilcoy —otro pueblo
provincial—, a cambio de un sulky y dos caballos. El apellido Duarte era una criollización del original D’uart,
oriundo también de la zona francesa del País Vasco. La identidad común,
afincada por la localización de campos que el hacendado rentaba en General
Viamonte, facilitó el concubinato y el distanciamiento de su familia legal.
Juana Ibarguren, que había aceptado con fatalismo perpetuar el destino materno,
era una sensual belleza de tez nevada y pelo azabache, plateado temprano para
la mayoría de las fotos que se conservan. De su natural inteligencia y disposición para atenderlo
como un rey, se prendó el hombre, poderoso en apariencia, aunque frágil y
precisado de afecto. Oficialmente Juana era “la querida”, con la que por
periodos convivía en medio del bochorno y desprecio de las gentes del lugar.
Con los años, los amantes concibieron cinco hijos: Blanca, Elisa, Erminda, Juan
y María Eva. Duarte fue el padre de primeros cuatro, pero no así a la última,
sin padre oficial por presiones de la esposa legal. María Eva, bautizada Ibarguren, quedó luciendo en
solitario el apellido de la madre. Era la oveja negra y la más “guacha” (bastarda)
de todos en una manada de ovejas pardas, estigma que la persiguió el resto de
sus días. Y aunque madre y hermanos la consideraron una Duarte, a la hora de
pasar lista en la escuelita primaria el “Ibarguren” fue un latigazo, que abrió
heridas jamás cerradas por la perpetua sal del resentimiento. Tanto en Los Toldos como en Junín —pueblo al que pronto
emigraron—, el núcleo permanece segregado del resto de la población. Los
prejuicios enormes de la sociedad argentina, patrimonializada por los dueños de
las mayores riquezas del país, se abaten sobre los pequeños. Son como leprosos
a los que la gente esquiva el saludo y retira sus hijos, a la hora del recreo o
de los juegos. Al no tener un cabeza de familia que se asuma a sí mismo como
tal, el grupo permanece levitando en un apartado marginal dentro de la pequeña
burguesía pobre. Por eso, la madre, que como toda criolla no votó hasta que la
hija menor y el futuro yerno instituyeron el voto femenino en 1951, simpatizaba
con las “reparaciones” que ensayó el populismo yrigoyenista. En aquellos años, Juan Duarte se ocupa materialmente de
esta otra familia, a la que ofrece una empleada de servicio, sin que sus
niveles de vida puedan compararse con el elevado estatus de la genuina consorte
y tres hijas legitimadas. A mediados de la década, sus negocios agropecuarios
empeoraron y regresa a Chivilcoy, distanciándose de Juana Ibarguren, si bien
continúa aportando algún dinero al doble hogar. Pero en el año 1926 muere en un
accidente de automóvil y sobre la madre de los cinco niños se abate la miseria. Durante el funeral del occiso se registra un hecho
dramático, desencadenado por la presencia de Juana Ibarguren y sus hijos. Al
asomar los seis familiares espurios en el velatorio, son rechazados con
violencia por los legítimos deudos. En la penosa escena, y contando apenas
siete años, Eva percibe con toda crudeza la fuerza material que las leyes, la
moral hipócrita y el poder de los ricos cobra sobre los desheredados. Sin embargo, Juana Ibarguren no se amilana y, ante su
furia enorme y la dignidad de sus argumentos, los familiares de Duarte
retroceden, procurando guardar las formas solemnes del acto y la memoria
pública del difunto. Al fin, Juana hizo valer la fuerza de su afecto y el de
los hijos —visible en todos menos en María Eva—, imponiendo la presencia del
grupo en la hora del adiós. Su actitud aguerrida y su odio, quedarán impresos
como ejemplo en el carácter de María Eva. La rebelión de los pobres ante la injusticia, es otra
fuerza social ante la cual ha visto temblar a los poderosos. En los años que transcurren —entre finales de los ‘20 y
principios de la nueva década—, la familia se edifica con solidez, dentro de un
panorama dibujado por la pobreza. Juana trabaja sin doblegarse, asistida por
todos para sacar adelante el hogar. Eva guardará en su memoria las épocas en
que su madre, de día y de noche pedalea en la vieja “Singer”, cosiendo vestidos
y manteles por encargo, mientras aguanta el dolor de sus sangrantes varices. El
ejemplo de una mujer infatigable que se apoya en sus hijos, sedimenta en ellos
la noción solidaria del grupo enfrentado a la vida; sumando en María Eva la
noción del sacrificio por el bien común. Ya en los tramos últimos del gobierno de Alvear, las leyes
de los ricos marcan la frontera económica y social de los pobres. En la segunda
infancia, la desventaja, sumada a su estigma, se hacen presentes a diario. La
muñeca de porcelana comprada con gran sacrificio familiar para la pequeña María
Eva, tiene una tara que la hizo suya por unas monedas. Una pierna articulada
está rota, y ella como buena “madre”, la protegerá en su ficción tal como es
protegida en la realidad. En la década de los treinta, abierta por el golpe de
Estado de Uriburu y continuada por el del general Justo, la familia habita tres
casas sucesivas en Junín, rentabilizando una buena disposición culinaria. Allí
servirán almuerzos y cenas para varios personajes, que llegan de cerca y de
lejos, atraídos por la cocina de doña Juana y la belleza de sus tres
jovencitas. Blanca estudia magisterio y Elisa trabaja en el correo, mientras
Erminda y Eva dibujan su adolescencia. El desfile de caballeros respetables,
como el rector del colegio nacional, junto a abogados, médicos y militares de
la comarca por la exquisita cocina familiar, poco a poco la socialización pasó
a un nivel más íntimo debido a la belleza de las niñas y a la pobreza en la
cual transcurrían sus vidas. Con ello, sus ingresos fueron aumentando. Por entonces ya se perfilaba el porvenir inmediato de las
tres hermanas mayores, bellas, modosas y en edad de merecer cortejo. Blanca y
Elisa noviarían respectivamente con el hermano del rector y el comandante del
regimiento zonal, mientras Erminda florecía pensando en agenciarse algún otro
lugareño interesante. El nuevo panorama familiar reflejaba el logro de un gran
esfuerzo común favorecido por cierta movilidad social, que daba alguna base de
acuerdo popular al general Justo. Apodado “Juancito” (viene a ser lo que Juanito en España),
el varón de los Duarte aportaba unos pesos como repartidor de viandas o
productos farmacéuticos a domicilio, resistiendo superar estudios primarios, y
su traza era la de un botarate al que no hernia el trabajo. En sus tempranos
sueños, se enredaban buenas hembras y un mejor pasar con el que retozarlas.
Mimado por otras desde pequeño, acreditaba cierta tendencia al sultanato,
obsesivamente desplazado en su adolescencia hacia el sexo duro de los burdeles
provincianos. Juan Duarte (hijo) quedó marcado por el símbolo encarnado de
madre soltera y padre polígamo. En otros asuntos era sociable y entrador, con
su pelo engominado y la sonrisa de pasta dental, preludiada por un pulcro bigote.
Viéndolo flojo de carácter, la madre y hermanas lo sobreprotegían aunque de
hecho, fue él quien más protegió a Eva tras su posterior viaje a la capital.
Los sueños de seductor que obsesionaban al tercer Duarte tenían cierto
correlato en la benjamina María Eva, a la que llamaban “Chola”. La gran ambición de María Eva no era atar el futuro al
palenque de un “buen partido” como sus tres hermanas, o trotar como el varón,
rompiendo termómetros detrás del sexo opuesto. La quimera que perseguía la
quinceañera Ibarguren era la seducción de masas. Es decir, ser una gran actriz. Ser grande, implicaba fama y fortuna. La primera superaba
en fuerza de deseo a la segunda, que María Eva Ibarguren relacionaba con el
poder del padre oligarca, y con todo aquel otro desprecio que la madre y ellos
habían recibido de los poderosos y sus sirvientes durante años. En cambio, la
fama que no era triste y provinciana como la de los falsos Duarte y las
desgracias de Ibarguren, es decir, la buena fama, que siempre será buena porque
es grande en sí misma, se le aparecía como un valor digno de ser reconocido a
escala planetaria. María Eva era consciente de que por origen y fatales
designios, no podía ser en la escena social tan importante como la Reina Victoria o
madame Curie. En cambio, podría interpretarlas con grandeza. Las revistas de
cine que devoraba desde muy pequeña, hablaban de historias mágicas (sin duda
extraídas de la vida real) en las que chicas pobres como ella sin colegio
secundario ni universidad, llegaban desde su Olimpo y entre ovaciones a
columpiarse entre las nubes del cielo y las constelaciones estelares. Leyendo “Radiolandia” o “Sintonía” y yendo al cine,
descubrió la proyección de su alma gemela en Norma Shearer, una gran estrella
de Hollywood. Cuando la fantasía toma un modelo semejante, en él se
funden ciertas realidades. Miss Shearer era una actriz de piel blanquísima.
Entre sus rasgos suaves y a la vez afilados, destacaba una mirada que delataba
fuerza interior. En todo esto coincidían ya la Norma de Hollywood y la Eva de Los Toldos y Junín.
Pese a las distancias que las separaban, la identificación primaria permitía a
la última palpar en la otra, la insignificancia sólo aparente de su propia
condición, auxiliándose en la desdicha. En aquel plato común había más
ingredientes potenciales. Los papeles de Norma eran de chica esforzada, seria y
con carácter, capaz de vencer la adversidad. Reflejaban la esencia de su vida
real y también el criterio a la hora de escoger marido. El de ella era Irving
Thalberg, acreditado como productor poderoso en la gran época de los Estudios y
sus insuperables cadenas de producción. Este joven de salud cristalina,
gobernaba las películas en la “Metro Goldwyn Mayer”, a la sazón el más
prestigioso de todos, controlando a los mejores directores, escritores,
técnicos y estrellas de aquel firmamento. En el mismo, reinaban diosas como la Garbo, la Harlow, la Crawford y, desde luego
Norma. El objetivo de captura del varón en la partida de caza de
ambas, se probó común: cuanto más potente la pieza cobrada, mayor fue el
triunfo. El temprano imperativo de un porvenir grandioso ya comenzaba marcando
las distancias que separaban a la muchacha de Junín, donde no tenía la menor
intención de casarse o emprender algún tipo de existencia bucólica, tal como
programó la vida para sus tres hermanas. Por eso clavaba la mirada en los
trenes que atravesaban aquel pueblito camino a Buenos Aires, con ganas de
treparse al primero, para irse a conquistar “un príncipe o un presidente” a la
gran ciudad. No sería ella la primera en subirse a ciegas al tren que
partía a la aventura. Agustín Magaldi se bajó poco antes de otro que llegaba
desde la capital, con sus dos guitarristas. Ambulaban en gira provincial y
resolvieron almorzar en la fonda más familiar en varios kilómetros a la
redonda. Magaldi era un melancólico cantor de tangos, el Gardel de
provincias, conocido como “La voz sentimental de Buenos Aires”. Soltero en
1934, era célebre eludiendo compromisos sentimentales, aunque también, por su
generosidad con los amigos en dificultades, en especial la destinada a los
hermanos y la madre de María Eva. Su temprano debut a los diez años, se produjo
después de que Enrico Caruso le llenara de acordes líricos la infancia.
Conocerlo en persona estimuló la ilusión de perfeccionar su voz pero la Ópera,
que requería timbres rigurosamente educados, también los deseaba únicos y el
suyo, pese a los giros académicos adquiridos con tiempo y voluntad, no se
hallaba entre ellos. En cambio, el género menor del tango le brindó muy pronto
la oportunidad de ganarse la vida. Desmoralizado, Magaldi se refugió un tiempo en el nombre
artístico de “Héctor Palacios”, pero en medio del extravío de identidad al
público empezó a gustarle su estilo y retornando a un bautismo original que
restauró parcialmente su ánimo, formó un exitoso binomio con Pedro Noda. Cuando
llegó a Junín con 38 años, el melancólico trovador ya actuaba en solitario.
Aunque menos popular que Carlos Gardel, estaba a la altura de Ignacio Corsini y
era un clásico. Sentimental y depresivo, se convirtió en el ídolo de los
presidiarios; gente de alma quebrada a la que ofrecía su arrullo, con calidez y
sentimiento. En el verano de 1934 era uno de los pocos solistas
escuchados por multitudes, más inclinadas a danzar al compás de las orquestas
típicas. Su estilo melodramático era único pidiendo lágrimas en cada estrofa de
sus setenta temas propios, que no eran exclusivamente tangos. Magaldi era un
ser de fondo frágil; quizás por eso murió a los cuarenta años con la palabra
“madre” en los labios. A sus 36 años se le cruzó en el camino de su vida María
Eva durante un paseo por el parque del pueblo. Él, camino a la improvisada
fonda de doña Juana y siempre fascinado por las jovencitas, la obsequia con una
flor recién cortada y una sonrisa. Ella se la devuelve, echando un cálculo: ¿No
podrá recomendarla, el trovador famoso y gentil, a las gentes del cine y teatro
de Buenos Aires? Prendado de una niña insistente, habla con la madre del
asunto. Ella se niega. Pero Eva insiste una y otra vez, hasta que en un largo y
feroz tira y afloja, entre las dos Ibarguren, doña Juana afloja ante la
insistencia de ese carácter gemelo, acordando que la recomiende a sus amigos en
la Capital. Desde
tiempo atrás advirtió que su quinta hija era diferente, y que para no
arruinarle la vida había que dejarla volar. La maestra de la escuelita número 1
le había dicho, en medio de las dificultades que presentaban las matemáticas
para Eva, que la niña acreditaba inteligencia, pero incapaz de concentrarse a
fondo. En cambio, la entusiasmaban la radio, las películas y recitar poesías. Después de escucharle una larga lista de ellas, durante
una sobremesa regada con sabios postres y buen coñac, “La voz sentimental de
Buenos Aires” brinda con Juana por el porvenir artístico de su niña. De
apariencia tristona, Eva incubaba una fuerza interior que atraía a los hombres
como él, impresionado por las figuras femeninas dominantes. En alguna foto
escolar, el gesto impreso de la “Chola” nos revela el bloqueo emocional
determinado por los sueños de un ser, que precisaba palabras de otros para
expresar sus emociones. Magaldi, que era otro espécimen retraído y sólo se animaba
desplegando su repertorio, prometió ayuda en Buenos Aires. Estimulada por la
promesa y con su maleta de cartón, Maria Eva Ibarguren abandona poco después el
paisaje provinciano camino a la jungla. Las memorias de su hermana Erminda y
las de Perón, nos cuentan que la madre viajó con ella y asistió a una exitosa
prueba radial concertada por un amigo de Magaldi. Otros insisten en negarlo.
Sea o no así, al final del viaje quedó sola y sin contrato alguno en la soñada
Buenos Aires: urbana pesadilla para una quinceañera sin recursos ni
preparación. En principio, la audaz provinciana contó con el apoyo del
hermano que hacía la “conscripción” en Campo de Mayo. Después, quizá Magaldi y
sus contactos soplasen la vela de su barquito en buena dirección. De sus pasos, a comienzos de 1935, se conoce un inmediato
cambio de identidad. Es norma en los artistas concebir nuevos nombres y
apellidos que ajusten mejor el resto del invento. Mecha Ortiz, Amelia Bence o
Amanda Ledesma, tres divas criollas de la década, que en el cine, el teatro y
la radio se llamaban María Mercedes Varela, María Amelia Batvinik y Josefina
Rubianes Alzuri. La adolescente de Junín es más genuina, respetando un
segundo nombre que toma la delantera: le cose el apellido negado por el
fertilizador de su madre. De aquella cruza entre deseo y revancha, nace el gran
desafío de Eva Duarte: disfraz de una “rasca” con parada de actriz, en busca de
cualquier papelito en los teatros de la nueva y ancha calle Corrientes, en
instantes poco propicios para la escena. En los días infames de la década, la gente preferían
gastar los pocos centavos que destinaban al ocio en ir al cine o disfrutar de
la radio, cada vez más surtida de estaciones, radioteatros y variedades, con
música e intérpretes de prestigio. Las tablas importantes no crujían bajo el
peso de piezas clásicas u obras de vanguardia. El impacto de taquilla llegaba
desde los espectáculos revisteriles del “Teatro Maipo” y sus sucedáneos, con
divas sabiamente emplumadas, bufones zafios y coristas audaces. Las cantantes
escénicas, al estilo de Libertad Lamarque o las características aficionadas al
desparpajo vocal, como Tita Merello, eran las grandes triunfadoras,
compartiendo éxitos con las compañías volcadas hacia mensajes costumbristas.
Allí, aparecían matronas de tablas y partiquinos graciosos como símbolos de la
pareja despareja, reinante en el género del sainete y a menudo en la vida real. La escena puramente dramática, asediada por la competencia
del cinematógrafo y la miseria popular, se mantenía gracias a unas pocas
figuras y autores de prestigio que, como las golondrinas solitarias en un cielo
de plomo, no hacen verano. Dentro de este otro universo, pequeño y sustancioso
aunque forzosamente exigente, los rudimentos culturales de Eva Duarte tampoco
podían hallar su espacio. La ruta posible señaló entonces el derrotero hacia
comedias pobres, en compañías que sobrevivían malamente con las giras que
realizaban al interior del país, y en las que los partiquinos como ella se
llevaban lo peor de la recaudación y el trato, matizado por frecuentes periodos
de paro y hambruna. Eva remontó penosamente la cuesta, sobreponiéndose con el
vigor infatigable de Juana, a las calamidades que siempre atenazan a las
solitarias jovencitas de pocos recursos, para quien el acoso sexual es cosa de
todos los días, y el camino de la prostitución espera girando la esquina.
Contra lo que se dijo luego con rencor, no ganó los pocos garbanzos de sus
guisos viudos en ningún prostíbulo, aunque muchas veces con él se auxiliara
para trabajar en lo suyo. A poco de llegar había dado con Magaldi, varón
piadoso que pagó un cuarto de hotel, compartiendo techo y sexo con ella algunas
semanas. Y la brevedad del encuentro fue nada más que por unas
pocas semanas, porque el acoso sexual de Eva puso en fuga la capacidad del
jilguero Magaldi para poner los pies en polvorosa. En ese entonces, la falta de
trabajo y el hambre hizo que Eva Duarte hiciera del sexo su arma más
fundamental. Antes de desembarazarse de Eva, en medio de una escena
tempestuosa en cierta noche de estreno cinematográfico —ante las puertas de una
sala céntrica en la que se presentó de golpe, cogiéndole del brazo ante todo el
mundo—, la derivó aterrado a su amigo, el crítico teatral Edmundo Guibourg, de
gran prestigio en el medio. Pero el primer papelito que consiguió la joven,
recién a fines de 1935, se lo dio José Franco, padre de otra legendaria Eva, de
verdad actriz y una de las más grandes en la escena criolla: Eva Franco. Eva Franco, cabeza de su propia compañía y belleza morena
con un aire a Gloria Swanson, actuaba desde los cinco años respaldada por el
prestigio de su padre, ahorrándose las penurias dobles de una pobre tocaya, que
debió atormentarse comparando al progenitor con el que a ella le había tocado
en suerte. Quizá para recibir alguna llama de calor paterno y de comida y
trabajo, Eva Duarte se metió en la cama de José Franco, hasta ser despedida. Tras una segunda experiencia con la troupe de Pepita Muñoz
(gran cómica oriunda del circo y el sainete) y de ambulantes giras por el
interior, se ligó al empresario, crítico y autor teatral Pablo Suero, que le
dio pie en una obra de Lillian Hellman. Este asturiano emigrado, había
estrenado el repertorio teatral de Federico García Lorca en los escenarios
porteños, durante el viaje realizado por el autor entre los últimos meses de
1933 y la mitad de 1934. A medio camino entre el liberalismo y la autodestrucción,
los dieciséis o diecisiete años de la delgada Eva (bastante alta para la época)
no tenían demasiado que ofrecer a los hombres, y menos todavía a los cultos o
famosos, salvo su juventud. Como era muy delgada su cuerpo no tenía buen
contorno y el medio escogido para triunfar (sexo), sin curvas ni talento, no era
el indicado. El amorío con Suero, que era bajo, gordito y a quien sus enemigos
teatrales apodaban “el batracio”, fue la tercera experiencia entre sus
búsquedas de apoyo en individuos inspirados, que pronto se hartaban de su
ansiedad y la ponían de patitas en la calle. Sin embargo, las aceras, con ser tan inhóspitas con los
desvalidos, no la espantaban. Se habían transformado en su medio natural, como
el agua de los peces y el cielo de los pájaros. Ella misma se definió luego
como “un gorrión” en las páginas de un libro no escrito por ella: “La Razón de Mi Vida”. Al
principio de su historia adulta eso fue, sin cobijarse aún bajo el ala
protectora de aquel “cóndor que volaba más alto que todos”, presente en el
perfil aguileño del coronel Perón, ya a punto de enviudar y entonces con el
grado de mayor. En la gran ciudad, y en su fauna y flora artística
desfilando por los céntricos teatros y cafés de reunión, halló Eva la
rudimentaria leña que alimentó la primer hoguera de sus sueños, relacionándose
con otros como ella o más afortunados; pero al principio, nunca peor tratados
por la suerte. Los nuevos amigos le pagaban el café con leche o le prestaban
unos pesos para ir tirando. Ella lo devolvía todo y repechaba la cuesta. Sus
contactos con el cultivado Guibourg, la condujeron a bocadillos insignificantes,
o breves apariciones como figuranta en empresas algo más ambiciosas, junto a
Camila Quiroga, o bajo la dirección de Armando Discépolo. Pero en nada de
aquello pintaban mejor las perspectivas. El destino inmediato le reservó modestas apariciones de odalisca,
gitana, sirvienta o candidata a contraer la sífilis, como en una pieza
educativa titulada “El Beso Mortal”. Empero, la firmeza para resistir la
adversa fortuna era ciclópea y, depende de para quien, conmovedora. Una de las almas conmovidas por esa cosita transparente,
fina, delgadita, con cabellos negros y carita alargada”, contratada sin derecho
a atrezo y por unos miserables ciento ochenta pesos, era Pierina Dealessi, una vigorosa italiana cuarentona y soltera de por
vida. Había llegado al país siendo una niña y con gran esfuerzo escaló
posiciones desde el circo y la comedia bufa hasta el cine y el teatro, donde
formó compañía propia. En la jovencita Eva Duarte vio reflejadas sus primeras
ambiciones y un temple común. Pero la imagen de gatito abandonado en un callejón, al que
su protectora ponía leche tibia en el vaso de “mate cocido” en los entreactos,
era una impresión engañosa. En la especie de los felinos, el temperamento de la
Duarte (aunque no se hubiera destapado) ocupaba otro escalón. La nueva amiga de afición y temperamento, equivalió a lo
que Descalzo y luego el general Farrell para Perón, amparándola hasta que su
carrera se afianzó mediante un afecto correspondido y que sólo detuvo la
muerte, el 26 de julio de 1952. Si en la
Dealessi halló Eva una adecuada prolongación del calor
materno, cierto calor paterno asimilado hasta donde su odio lo hacía posible,
llegó mediante vínculos breves y provechosos con hombres maduros, conectados
con el cine, y en especial con la radio, un medio que a menudo paliaba el
hambre de muchos actores teatrales. A ese efecto empezó trabajando en “Radio
Belgrano de Buenos Aires” —cuyo propietario era Jaime Yankelevich— como parte
de un gran elenco radio teatral en 1937, y siguió recitando bocadillos con
cierta continuidad durante los dos años siguientes. Por fin había encontrado
una tranquera abierta a sus sueños de actriz, y se lanzó a franquearla a galope
tendido, llegando en épocas de cobro en metálico. Apenas unos años antes, en la radio nadie veía un peso.
Yankelevich fue uno de los impulsores de un negocio iniciado empleando fórmulas
de trueque, por medio del cual los anunciantes pagaban espacios con sus
manufacturas. A su vez, el propietario de la emisora recompensaba a su personal
fijo y a los artistas con una fracción, vendiendo el resto a los comercios.
Cuando los actores y actrices advirtieron que las emisiones estimulaban el
consumo de las masas, la ley de la oferta y la demanda mató el primitivismo,
situando al medio en la esfera de los modernos negocios del siglo XX. Desde tiempo atrás, el apartado del radioteatro era un
género de culto para la audiencia. Gastando poca corriente eléctrica se podían
recibir enormes descargas emocionales y gracias a ello la técnica del folletín
por entregas fue uno de los que mejor se adaptó al nuevo medio, ampliando un
pequeño negocio de los pioneros, siempre sujeto a la venta de espacios
publicitarios. Los “teatros del aire” atrajeron a sectores de la esfera teatral
y a gentes con buen timbre de voz y aceptable dicción. Otros llegaron desde las
canteras del tango y el folklore nativo. En el calor de la década ya se contaba con grandes elencos
y voces muy populares e irreemplazables para la emoción, llevada al extremo a
final de cada episodio. Las señas de identidad de aquel género dramático, lo
llevaron a ser tan consumido a través del éter, como los eventos deportivos,
los espacios musicales, números cómicos o costumbristas y nuevos concursos con
premio incluido. Los héroes y heroínas del género eran un calco de las
novelas o los filmes exitosos; cuando no, un plagio directo, o bien una pobre
adaptación de sus versiones originales. En todas, el sufrimiento y el
romanticismo competían con sórdidas maldades y envidias, y las miserias y
grandezas con debilidades y coraje. Los dramas, a contramarcha de la vida,
tenían todos un final feliz, emitiéndose de lunes a viernes y su duración se
cifraba en un mes, pero podían estirarse como los populares “chicles”, según el
éxito alcanzado. La sustancia de sus fábulas románticas rebosaban frecuentes
malentendidos, resonando a los besos apasionados desde el micrófono, como una
sopapa enchufada al bidé del lavatorio. Los nuevos “efectos especiales” y la
combinación entre voces, música y enfatizaciones del relator —describiendo paisajes
o entornos difíciles de sugerir desde la acción misma—, hicieron de estos
novelones el sustituto cotidiano de entretenimientos bastante más caros de
producir. Hacia el final de la década, ya eran un negocio de bajo
costo y seguro beneficio, en incesante expansión. Por Armando Maronese (Continúa en Parte 2)
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