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El lado irracional del poder
Por Dr. Roberto J. Wilkinson - 29 de Junio, 2013, 3:07, Categoría: Opinión
Un
funcionario de altísimo rango, con fluidos contactos en el mundo de los
economistas heterodoxos, recibe un informe técnico sobre la marcha de las
finanzas públicas. Lo lee a solas, en su mullido sillón oficial, tomando el
primer café de la mañana, y al recorrer las cifras y las conclusiones siente
escalofríos. No
tanto por los resultados del estudio, que muestra problemas alarmantes, ni por
los autores del aséptico diagnóstico, que son científicos de la economía e
incluso simpatizantes del modelo, que consideran neokeynesiano. Sino
principalmente porque al final de esa escalera deberá tomar una decisión
difícil: pasárselo a la
Presidente o destruirlo. Ésa es la cuestión que más le
preocupa. "No
le lleves malas noticias a Cristina -solía decir Néstor Kirchner-. No le lleves
malas noticias porque es peor." "Está bien -se dice el funcionario-,
mejor no me meto en camisa de once varas." Cierra la carpeta, la guarda en
un cajón y recomienza la agenda del día. Le
traen documentos para firmar y recibe a varios miembros de su equipo. Va
pasando lentamente la jornada y hay mucha actividad. Sin embargo, el
funcionario no puede sacarse de la cabeza ese cajón cerrado. Se lleva a su casa
el ceño arrugado y el debate íntimo: "Si se lo entrego puede caerle muy
mal, pero si no lo hago estoy cometiendo un terrible error". El
funcionario sigue creyendo en el "proyecto" (así lo llama) nacional y
popular, aunque en voz baja admite que ya no se puede hablar de un "modelo".
Porque del modelo de antaño no queda mucho. El dilema de hacer frente a la Presidente con una
pésima noticia o practicar la plancha entre tiburones lo persigue unos días
más. Finalmente, la
Presidente lo cita por otro tema en su despacho de la Casa Rosada, y antes
de acudir, como en un impulso patriótico, el funcionario decide jugarse el
resto: saca la carpeta del cajón, la mira unos instantes y la agrega a sus
otros papeles de trabajo. Cristina
Kirchner lo recibe, como siempre, llena de ideas, reflexiones, sentencias y
directivas. Al final de la reunión, el funcionario se levanta para irse y con
un pie en el estribo, saca la carpeta y la deposita sobre el escritorio como
quien abandona una servilleta: "Ah, doctora, acá le dejo este informe
técnico que a lo mejor le puede interesar", dice. Y trata de que su voz no
transmita ningún énfasis. Le dejo algo irrelevante, un asunto colateral, parece
decir su tono, y se retira con las manos frías del despacho. Pasa
toda una semana, siete días y siete noches, sin recibir ninguna respuesta: no
sabe cómo impactó en el ánimo presidencial ese balance acerca de las tormentas
que acechan al país. Y el funcionario se come las uñas y recuerda la caída en
desgracia de algunos colegas notorios que le acercaron malas noticias a la
jefa, y también de otros que al haber callado recibieron sus lapidarias
reconvenciones: "¡Nunca más me oculten la verdad!". Hay que andarse
con mucho tiento para sobrevivir en ese campo minado. La verdad es una sábana
corta, cuando te tapa los pies puede dejarte al aire la cabeza. Y tu cabeza
puede rodar. Siete
días después de aquel episodio, la Presidente llama por teléfono al funcionario para
hacerle preguntas sobre otra cuestión de Estado. Conversan un rato, y al final,
también con un pie en el estribo, Cristina K le dice: "Ah, y nunca más me
hagas llegar un informe dictado por Magnetto". Y le corta. Al
funcionario se le hiela la sangre. Y luego, en una cena con un íntimo amigo que
tenemos en común, se lo comenta con la sensación de que ese informe debió
quedarse a dormir para siempre en aquel cajón. No doy los nombres del
funcionario ni del amigo por obvias razones. La anécdota es anterior a que la Presidente convocara a
los "cinco fantásticos" y les requiriera una solución urgente. Sé que
Cristina K está ahora verdaderamente preocupada por la inflación, por la
hemorragia de las reservas, por la caída del empleo y del consumo, y por la
salida permanente de la inversión extranjera. Pero hasta hace muy poco todavía,
no había asumido física ni psicológicamente la gravedad del momento. Les
adjudicaba todos los traspiés de las finanzas públicas y el clima de pesimismo
general a la mala intención de la derecha, a los intereses corporativos y,
principalmente, a los medios hegemónicos. A veces
me pregunto qué hubiera sido de los Kirchner sin los diarios independientes:
fueron voraces lectores de ellos, se enteraron de incontables errores cometidos
por su propia gestión a través de esas páginas y alcanzaron a enmendarlos
gracias a que se los señalaron. Esa lectura permanente y espinosa, que hoy
continúa Cristina K cada mañana con confesada actitud militante, le permite
tomar la temperatura de la sociedad, conocer el pensamiento de la oposición y
poner en perspectiva las principales acciones de su gobierno. Un país sin
diarios críticos sería para ella tremendamente perjudicial, le traería un
síndrome de abstinencia, un desasosiego similar al de un lector desesperado y
perdido en el Día del Canillita. En tristes ocasiones, uno desea lo que no quiere. La
peripecia del funcionario y del informe maldito confirma también que sus
principales espadas le temen más que a nadie, y que tratan de endulzarle el
oído con hechos y estadísticas que encajen con el relato. Y esto no es nuevo:
nadie quiere ser un cadáver político. Lo que resulta absolutamente novedoso, es
que varios de ellos se desahoguen ahora con periodistas o con allegados: les
parecen disparatadas las medidas que viene tomando el cristinismo desde hace un
año y medio. Estamos hablando del cepo cambiario, el blanqueo de dinero y la
consagración de la Argentina
como paraíso fiscal, el pacto con Irán, la partidización de la Justicia, la apropiación
del papel de diario, la presión desvergonzada a los hipermercados para que
asfixien a los grandes periódicos, los planes de intervención al Grupo Clarín y
muchas más. Los hombres de la
Presidente muestran su desasosiego frente a estas
ocurrencias, las consideran indefendibles aunque aparezcan cada mañana
promocionándolas por la radio, y de inmediato ruegan discreción. Que no se los
nombre, que por favor no se publique nada porque "Cristina lee todo". Pero la
escena de aquel funcionario al que se le helaban las manos y se comía las uñas,
es reveladora también por la mención de Nosferatu. Es la palabra "Magnetto",
pronunciada en el despacho presidencial, y destinada a sospechar de una mano
negra que llega a todos lados y todo lo contamina, lo que llama a tanta
perplejidad. ¿Creía la
Presidente que Magnetto estaba detrás de aquel mero informe
técnico, cree verdaderamente que está detrás de cualquier dato que desbarate la
narración kirchnerista de la realidad? Sería más tranquilizador para todos los
argentinos pensar que sólo se trata de una metáfora, que Magnetto se transformó
en un sinónimo de complot, o en la construcción pícara y deliberada de un
monstruo contra quien pelear y a quien culpar de todos los errores y males del
país. Un muñeco al que tirarle el muerto de la inflación, el estancamiento de
la economía, el callejón sin salida de la moneda, la derrota de la política de
seguridad y cualquier otro fracaso. Un Nosferatu verosímil para que los
militantes se entretengan clavándole estacas. Porque si en serio se cree en lo
más empinado de la administración nacional que Héctor Magnetto tiene todas esas
facultades mágicas y sobrenaturales, me permito pensar que se ha perdido cierta
noción de la realidad. Una cosa es actuar en una telenovela (cualquier gobierno
tiene incluso derecho a fabricársela siguiendo los modernos manuales del
marketing político), y otra muy distinta es que los actores pasen a creer, en
un momento dado, que son los personajes de la ficción que interpretan. La
palabra que más se oye en los cafés políticos de la Argentina es la palabra
"locura", vinculada siempre a los vaivenes y las radicalizaciones
adoptados por el oficialismo, una espiral que produce vértigo dentro de los
propios bloques de legisladores del Frente para la Victoria, donde se vota
por disciplina partidaria y donde cunden susurros dramáticos: "Ya sé, es
una locura, pero si no lo hago quedo afuera". O "si no acompaño esta
locura mi gobernador no puede pagar los sueldos". Ese
proceso demencial de la política hace verosímil cualquier especulación: desde
que se deje sin aire a Jorge Lanata hasta que se someta comercialmente a La Nación buscando una compra
hostil; desde que se abran las cajas de seguridad de los bancos si fracasa el
blanqueo hasta que se derribe a cualquier juez que falle en contra de los
intereses del Gobierno. Se ha perdido la capacidad de sorpresa y se ha instalado
el miedo. Hay incluso una cierta desinhibición de última hora, una especie de
borrachera que viene después de la fatiga, un descuido, una especie de descaro.
Se puede decir A en enero, B en marzo y C en julio. Se puede sostener
sanguíneamente una convicción y lapidar a sus críticos, y se puede de repente
salir a defender lo contrario y con la misma saña. "El poder de las ideas
irracionales es irresistible para algunos políticos", dijo el economista
sueco Frederik Erixon, director del Centro Europeo de Política Económica
Internacional: intentaba explicar, durante un simposio en Madrid, las últimas
decisiones que había tomado nuestro país. Son inexplicables. Es
curioso, porque muchas de esas decisiones arrebatadas no hacen más que achicar
al kirchnerismo, son pequeños pero persistentes suicidios políticos que sólo
festeja el núcleo duro (para quien se gobierna), pero que producen un creciente
rechazo en la mayoría de la sociedad. La clave, tanto para el oficialismo como
para la oposición, podría ser una utopía. Ponerle la misma pasión a la cordura.
¿Se podrá? Por Dr. Roberto J. Wilkinson
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