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La educación de Cristina Fernández de Kirchner
Por Roberto J. Wilkinson - 10 de Marzo, 2013, 0:47, Categoría: Opinión
No me voy a referir a la
educación personal de la presidente. Aflora y queda clara cada vez que se la
oye hablar. Y, desgraciadamente, en ella como en pocos se materializa eso de
que, "la mona, por más que se vista de seda, mona se queda". No es
sólo lo que dice, es cómo lo dice: la mata -y la delata- el tono y sus gestos.
Espanta su pobre educación. Basta ver cómo maltrata el
único idioma extranjero que balbucea; basta ver lo vulgar de ese tono coloquial
que le han aconsejado para acercarse a la audiencia en medio de sus opiantes
discursos. Se escapa allí, inevitablemente, todo su estilo, bien lejos de ser
el mejor, aunque sea audaz como pocos. Si no, véase cómo ha sido capaz de transformar,
ganándose a la hinchada feminista, un "leading case" en "ladying
case" -"leiding", pronunció en el Congreso-, repetido
enfáticamente según el peculiar acento inglés que adora intercalar. Tampoco es cuestión de
echarle toda la culpa. Es, al fin y al cabo, un producto típico del promedio de
su época. Cómo si no, una presunta? abogada puede haberse puesto al frente de
tanto desatino jurídico, como los que aun quienes estamos lejos de esas
disciplinas no podemos sino advertir del modo más grosero. Es que Cristina Kirchner pasó
– si es que pasó- por las aulas de la Universidad de los años setenta, el banco de
pruebas donde, además de adoctrinar a la guerrilla subversiva, se dio vuelta el
orden natural de la docencia: los profesores empezaron a tener miedo de
exponer, de tomar exámenes, de corregir y, en fin, de alentar la búsqueda libre
del conocimiento. El ingreso terminó entonces de hacerse masivo, los exámenes
empezaron a ser colectivos -es decir, a no ser- y los estudiantes comenzaron a
entender que lo mejor era salir lo más pronto de ahí, eso sí, con la
"cartulina" enrollada bajo el brazo como patente de corso. El asunto no se
circunscribió a las Facultades habitualmente más ligadas a lo político. Aun en
ambientes presumiblemente cercanos a las ciencias o a la técnica, como en
Medicina, prestigiosos profesores conocedores de lo suyo fueron apartados
porque no daban garantías de creer en el proceso revolucionario en que
-teledirigidas desde la
Unión Soviética, Cuba, y las izquierdas de Europa y EE.UU.-,
las nuevas autoridades elegidas en el tumulto estaban comprometidas. Me consta, para no insistir
sino con un ejemplo paradójico, cómo el pueblo constituido por los humildes
enfermos cancerosos del Instituto Roffo de la Universidad de Buenos
Aires, se agolpaba desplazado ante las puertas del hospital mientras, adentro y
tras las rejas, el "pueblo" setentista -constituido por empleados y
médicos prestos a aprovechar la oportunidad-, "deliberaba" sobre el
destino de la Universidad
y el mundo, sin trabajar. Me constan por eso también dramáticos retrasos en los
tratamientos que deberían haberse suministrado. De tal caos surgió el diploma
que la presidente se preocupa por no mostrar. El asunto no terminó ahí
porque, una vez en el poder, el "Proceso" militar nunca tuvo
capacidad para revertir la decadencia. Y la vuelta a la "democracia"
no fue hasta hoy sino la continuación de esa prescindencia permanente de las
autoridades por controlar la calidad de lo que se enseña y se aprende. Los
contadísimos ejemplos de individuos y grupúsculos que intentaron corregir el
rumbo duraron lo que un suspiro, sospechados desde el vamos de
"fascismo" limitador. Llegamos así a la educación
en tiempos de Cristina Fernández reinante y el panorama se agrava: ella declama
números de alumnos y establecimientos, pero la realidad no permite llamarlos
estudiantes ni colegios. Los alumnos estudian poco y en los establecimientos no
se enseña casi nada. Distraídos entre los jueguitos de la computadora y el
"chateo", chicos y muchachos rinden apenas; los padres protestan pero
se borran; los profesores no saben para dónde agarrar porque las autoridades no
quieren que eduquen sino que "contengan" a quienes los desautorizan y
desprecian. No exagero, apenas pinto el
panorama de la mayor parte de las instituciones públicas y de no pocas
privadas. Llegado ese producto a la Universidad -que cuando es pública no ha superado
el complejo del ingreso irrestricto y se dedica a la "inclusión" sin
criterio-, el choque es singular. Y entonces quedan dos caminos para los
jóvenes: la más rápida posible carrera individual hacia el título que les
permita ir luego a aprender a otro lado, o la resentida "militancia"
que con un poco de suerte puede conseguirles trabajo pago en alguna agrupación
obsecuente. Pero lo peor no está ahí
porque, a pesar de todo, hay en el país materia prima como para que surjan
alumnos muy lúcidos. El asunto grave es que, cada día y de modo más dramático,
los profesores han dejado de saber; o porque nunca supieron lo que es saber, o
porque la pista llena de obstáculos los ha desalentado. Un viejo profesor de Cirugía
solía repetirme que "el buen profesor es el que enseña lo que sabe; pero
es mejor si enseña lo que hace". Parece demasiado simple, pero en realidad
apunta a la diferencia entre el viejo noble conocimiento artesanal -capaz de
levantar castillos y catedrales de piedra- y la ignorancia enciclopedista que
lo sucedió. Porque la verdadera enseñanza se imparte mano a mano, en el
cotidiano ejercicio, y esto aun para la disciplina más elucubradora. También por eso se equivoca
nuestra primera mandataria cuando pretende eliminar los nombramientos libres en
la Justicia,
atándolos a concursos que siempre podrán ser amañados según la pauta política o
siquiera burocrática del momento. ¿Hace falta una muestra? La Universidad de Buenos
Aires ha nombrado a través de concursos inobjetables en materia de papelería, a
profesores de Cirugía que no saben operar. Es que llega un momento en
que las palabras, los discursos, los "relatos", crean una montaña que
oculta la realidad. En eso interviene, además, un idioma creado para tapar el
vacío, que ha contaminado incluso a los organismos que deberían controlar la
calidad -como la CONEAU
para las universidades-, donde la cuestión es repetir documentos casi vacíos
para aprobar las inspecciones. Eso sí, redactados en esos términos abstractos y
abstrusos -"la tiranía del lenguaje pedagógico" definía un agudo
profesor provinciano- que de ninguna manera califican a la realidad. Así es como nuestros
políticos en general y nuestra Presidente en particular, siguen una norma que
podría llamarse "cleptolalia", mucho más extendida también en el
mundo de la educación de lo que se podría suponer. Se trata de creer que se ha
hecho y se conoce por el mero hecho de nombrar. Se trata, en realidad, de robar
con las palabras. Porque se dice que se enseña, porque se dice que se
construye, pero en realidad se enuncia y se inaugura. Ni se transmite
conocimiento ni se producen obras. Y el resultado son los choques, los
derrumbes y la ignorancia. Pocos saben, todos dicen -y hasta muchos creen- que
saben. Y de ese modo, no queda más remedio que dejar pasar el error ajeno para
ocultar el propio: todo un problema cuando se camina por la cornisa de la
historia. En materia de educación,
cabe todavía otra vuelta de tuerca: se "enseña" para que a nadie se
le ocurra ninguna alternativa. Se cuenta una historia, se plantea un mundo de
ideas y se sienta una ciencia que pretende cerrar el conocimiento. Progresismo,
relativismo, evolucionismo, todas "verdades" indiscutibles que pasean
por nuestras aulas como dogma desde el jardín de infantes hasta el posgrado
universitario. Fábrica de ignorantes, de esclavos espirituales que ni imaginan
la libertad del conocimiento. En fin, Cristina Fernández
es: la limitación de lo limitado. La fe en la propia mentira -critican a los
jueces garantistas cuando los han promovido y nombrado-, la incapacidad de ver.
Así van a ser siempre sordos, convencidos de su cuento, nadando en su
"relato". Hasta que los despierte la realidad. Como sucedió con
Chávez, a quien maltrataron en el más completo sentido de la palabra,
esquivando con fantasmagorías lo que debió ser una buena muerte. Porque cuando
se oculta la verdad se termina creyendo en cualquier cosa. Por Dr. Roberto J. Wilkinson |