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Ricos y Pobres
Por Luís Alberto Romero - 4 de Febrero, 2013, 15:57, Categoría: Opinión
La otra gran fractura que divide al país: ricos y
pobres. Es común decir que siempre han existido "dos Argentinas". Con
formas diferentes, pero con un fondo común, y una valoración. Por ejemplo,
"la ciudad y el campo", "el puerto y el interior",
"criollos e inmigrantes", "masas y elites", "lo
nacional y lo liberal", un término que puede reemplazarse por
"cosmopolita" o "neoliberal". En los años 30, Eduardo Mallea lo
formuló de manera más sutil. Contrapuso una "Argentina visible" y
despreciable -cada uno podía incluir allí lo que más detestaba-, con otra
"invisible" y mejor, que alguna vez emergería, en la que cada quien
podía declararse incluido. Son todas variantes de una idea más
amplia: la del "ser nacional", la Argentina esencial y
prístina, que muchos han querido definir, entre otros motivos, para poder
sepultar a sus ocasionales enemigos en las infernales profundidades de lo
antiargentino. Quizá también -como Mallea-, para explicarse sus fracasos o para
ilusionarse con futuras reivindicaciones. En general, suele ser una actitud
intelectual perezosa y maniquea, que se conforma con asignar entidad profunda a
simples observaciones ocasionales. Los historiadores desconfiamos de las
explicaciones simples que quieren resumir en un solo tajo las variadas y
cambiantes contradicciones de una sociedad. Pero debemos admitir que en el
siglo XX la Argentina
ha estado efectivamente recorrida por una brecha cultural, ideológica y
política, y que el país ha vivido dividido en dos campos. Las divisiones
variaron de contenidos; los protagonistas se alinearon de maneras diversas y
cambiantes, pero, en verdad, los tiempos de brecha, de denegación recíproca
entre las partes han sido muchos más que los de tolerable convivencia en la
diversidad. Sin duda, divisiones similares se
encuentran en el siglo XIX. Pero el siglo XX aporta dos singularidades. Existe
un Estado organizado, que monopoliza la fuerza legítima, reduce al mínimo los
enfrentamientos armados y encauza los conflictos al terreno cultural,
ideológico o político. A la vez, una creciente democratización conformó un
público amplio para las divergencias de las elites, que se trasladaron del
salón a la plaza, con el consiguiente cambio de estilo y énfasis. Desde el comienzo del siglo XX se fue
conformando una brecha en las ideas. En sus manifestaciones iniciales colocó de
un lado a un polivalente liberalismo y del otro al pensamiento nacional,
católico, popular o autoritario; era ése un campo en formación y heterogéneo,
cuyas diferencias se advertían en sus distintas maneras de centrar la esencia
de lo nacional. Esta confrontación cultural, inicialmente mal avenida con la
política, se plasmó políticamente con la Guerra Civil Española
primero, y luego, sucesivamente, con la Segunda Guerra
Mundial, el peronismo, el ciclo de su proscripción luego de 1955 y la
movilización militante de los años sesenta y setenta. Aunque hay continuidades, la diversidad
de las sucesivas antinomias es grande. Por ejemplo, el antiimperialismo de 1920
se parece en algo al de 1970, pero es bastante distinto. Tampoco los actores
sociales y políticos quedaron fijos; frecuentemente cambiaron de lugar y se
reagruparon de manera distinta. Basta pensar en la prodigiosa recomposición del
campo que hizo Perón entre 1944 y 1946, cuando vació al antifascismo de guerra
de su base obrera y sindical. Pero aunque los motivos y los actores fueron
cambiantes, la brecha, como forma de convivencia política, recorrió siete
décadas de la historia argentina, hasta culminar en la violencia desatada de
los años setenta. Lo curioso es que, hasta este espasmo
final, esta brecha política existió en una sociedad que, en otras dimensiones
más profundas, tendía fuertemente a la integración. La Argentina anterior a los
setenta fue un país relativamente próspero, que de un modo u otro incorporó y
dio empleo a sucesivas camadas de recién llegados: la migración europea de
principios de siglo, la de los países limítrofes desde los años sesenta y,
entre ambas, toda la migración del interior a los centros urbanos del litoral.
Fue una sociedad dinámica, de oportunidades y de una movilidad tan visible que
configuró un imaginario. Por supuesto no faltaron conflictos, pero se
desarrollaron dentro de una matriz capaz de contenerlos. Incluso cuando se
hicieron más agudos, después de 1955, los conflictos económicos se canalizaron
a través de la negociación corporativa, como era habitual en el mundo por
entonces. Hay otra parte de la historia, que no
voy a tocar aquí, y que se refiere a la explosión de violencia de los años
setenta. Sólo quiero subrayar que hasta entonces la brecha ideológica y
política que terminaría estallando, se desenvolvió en un país en el que el
conflicto social, con ser significativo, estaba acotado por la movilidad, la
integración y la institucionalización. Otro país. En los años setenta las pasiones
ideológicas se transformaron en carnicería. Al final del ciclo, en 1983, el
país conoció el primer intento serio, profundo y consensuado de constituir una
convivencia política fundada en la ley y en el pluralismo. Se habló de
República, Estado de Derecho, discusión racional, aceptación de las diferencias
y valoración del pluralismo. Como muchos, creí que era una bisagra en la
historia argentina. Aquellas divisiones en las que había transcurrido mi vida y
la de mis padres les serían ahorradas a mis hijos. Ya no habría "dos
Argentinas", sino una, diversa y convivial. El recreo duró poco. Primero comenzó a
derrumbarse el Estado de Derecho, bajo la piqueta del presidencialismo de
emergencia de Menem, que sin embargo mantuvo el tono convivial y amable. La
faena prosiguió con los Kirchner, que agregaron la crispación, el
enfrentamiento y lo que elegantemente se ha llamado el "sentido agonal de
la política". Con ser doloroso, es un problema al que
estamos acostumbrados, como la inflación. Quizá nuestros hijos se
acostumbrarían. Pero transcurre en una Argentina distinta. En las últimas
cuatro décadas aquella sociedad móvil, integrativa y continua, toda matices, se
ha partido en dos: blanco y negro. Es posible realizar un análisis más
complejo, pero la brecha actual se impone por su contundencia y por su novedad.
Como nunca antes, la
Argentina tiene hoy un mundo de la pobreza, enorme -casi la
mitad de los argentinos-, compacto y coherente. Tiene su propia organización,
centrada en asegurar la subsistencia; tiene sus ideas, valores y sentidos de la
vida, muy distintos de los de la sociedad integrada; tiene un tipo de relación
con la ley y el Estado completamente singular. Un mundo tan fascinante como
terrible, en el que vive la mitad de nuestros compatriotas. La pobreza se ha convertido en algo
natural. Lo que asombró en 2001 hoy forma parte del paisaje cotidiano. Los
mundos no están separados. No sólo son frágiles los límites que unos quieren
poner, con rejas o servicios de vigilancia. También han surgido quienes sacan
su beneficio, haciendo negocios o políticas. El puestero de La Salada o el puntero
barrial, al igual que el dealer, son eslabones de cadenas que llevan
muy lejos, y unen, a su manera, los mundos escindidos. Un análisis cuidadoso
destacaría los múltiples contactos entre ambas Argentinas. Pero una buena
fotografía basta para convencernos de que la brecha existe. Hoy, efectivamente,
hay dos Argentinas. Es curioso que quienes discuten
apasionadamente sobre la brecha ideológica no la pongan en relación con esta
brecha social. Quizá porque aquélla, como otras veces antes, transcurre en el
mundo de lo imaginario, donde por ejemplo es posible decir que desde hace diez
años se está "incluyendo" a los pobres. En el mundo de la sociedad
concreta es más difícil decirlo y, sobre todo, creerlo. Algún día habrá que
suturar la brecha ideológica. Pero me parece que quienes se proponen empezar a
reconstruir una Argentina "normal" -como decía el difunto presidente
Kirchner-, deben proponerse como prioridad el reintegrar a los pobres al país,
y volver a tener una sola Argentina. Por Luís Alberto Romero |