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El 15 de Abril de 1953, Juan Domingo Perón incendia el país
Por Armando Maronese - 16 de Octubre, 2012, 20:21, Categoría: Peronismo: régimen, caída e historia
15 de Abril de 1953, día aciago. Juan Domingo Perón incendia
el país. No era un buen momento para el gobierno
del general Perón. Una crisis económica aquejaba al país desde el año anterior
y frente al recrudecimiento de la acción opositora, producto del malestar por
la carestía de la carne, como del escándalo del caso Duarte, la CGT decide un paro general y
una concentración popular en apoyo al gobierno, que se realiza el 15 de abril,
en Plaza de Mayo. Incendios de las sedes de los partidos
políticos - Mal se había iniciado para el
dictador Juan Domingo Perón el mes de abril de 1953. Los negociados ya no se
podían ocultar. La oposición parlamentaria los señalaba con energía y la
opinión pública se hacía cada vez más severa con el círculo de sus parientes,
protegidos y cómplices. La podredumbre del grupo gobernante era tanta que el
propio presidente debió, contra su voluntad, ordenar una investigación. La
muerte de Juan Duarte, ordenada por Perón, revelaba el propósito de impedir el
total conocimiento de lo que todos sospechaban acerca de la corrupción oficial. El dictador pretendió sofocar
enérgicamente a sus enemigos antes de que la oposición creciese. Luego de
atribuir a presuntos agiotistas y especuladores la escasez y encarecimiento de
algunos artículos de primera necesidad y de anunciar que los obligaría “a
culatazos” a cumplir con su deber, dispuso como otras veces la concentración de
los trabajadores en plaza de Mayo, a fin de disciplinarlos en la obsecuencia y
de escuchar sus amenazas a la oposición. Como siempre, tenía un plan trazado:
sólo que esa vez era mucho más terrible. Comenzaría con tales amenazas pero
visto, a su parecer, que eso no era suficiente para amedrentarla, pensó en
destruir las sedes de los principales partidos políticos que la constituían.
Hitler le había enseñado cómo se hacían esas cosas. El ejemplo del incendio del
Reichtag no había desaparecido de su memoria. En la nueva circunstancia bastaba
con mucho menos para justificar la represión; por ejemplo, con el estallido de
unas bombas durante la realización del acto preparado. Sus fuerzas de choque
harían el resto apenas se diera el motivo y él impartiera la orden. La policía tenía instrucciones precisas:
por lo pronto, dejar sin guardia a las víctimas previamente señaladas, y luego
no molestar “a los muchachos”. Todos los funcionarios de esa repartición sabían
por anticipado “que algo iba a ocurrir esa tarde” (1). Los bomberos sabían, además,
que se producirían incendios, y que la orden de la Casa de Gobierno era la de
dejar quemar y evitar solamente la propagación del fuego a las casas vecinas
(2). Los criminales estaban listos y
disponían desde mucho antes de elementos incendiarios y vehículos de
transporte. Descontaban la impunidad, porque detrás de ellos estaba el dictador
Juan Domingo Perón. A poco de iniciado el acto estallaron
dos bombas: la primera en un restaurante; la segunda en la estación del
subterráneo. El presidente no se inmutó. Eso bastaba para poner en ejecución el
plan preconcebido. Desde el balcón dijo entonces: “Compañeros: vamos a tener
que volver a la época de andar con el alambre de fardo en el bolsillo.” La insinuación quedaba hecha. De
inmediato la recogieron los elementos preparados para la acción. “leña… leña”,
gritaron estentóreos y delirantes. El tirano aprovechó entonces para impartir
la orden ya pensada. “Eso de la leña que ustedes aconsejan, ¿por qué no
empiezan ustedes a darla?... Todo esto nos está demostrando que se trata de una
guerra psicológica, organizada y dirigida desde el exterior, con agentes en lo
interno. Hay que buscar a esos agentes y donde se los encuentre colgarlos de un
árbol…” Luego de referirse a los “malos peronistas”, de los cuales debían
depurarse la República
y su propio partido, expresó el dictador: “Si para terminar con los malos de
adentro y los malos de afuera, si para terminar con los deshonestos y los
malvados es menester que cargue ante la historia con el título de tirano, lo
haré con mucho gusto”. Terminado el discurso, la multitud se
desconcentró tranquilamente. Compuesta en gran parte de trabajadores y
empleados públicos, forzados por sus sindicatos y jefes a concurrir a esas
manifestaciones, no odiaba a nadie. Había creído o querido creer en quien
acababa de hablar, lo había seguido y votado, y si todavía no había renegado de
él, en él ya no confiaba. Solo algunos neuróticos y energúmenos mezclados en la
multitud podían dar gritos de exterminio. Los demás querían volver antes a la
tranquilidad de sus hogares. La parte más numerosa se dirigió por la avenida de
Mayo hacia el oeste, y pasada la plaza del Congreso, siguió por Rivadavia. En esta avenida, entre las calles Rincón y Pasco está la Casa del Pueblo, y en ella tiene su sede
el Partido Socialista. Hasta poco antes habían funcionado en ese local los
talleres del diario “La
Vanguardia”, que la dictadura peronista había clausurado. Una
biblioteca de sesenta mil volúmenes estaba instalada en el vasto edificio.
Varios millares de lectores, en su mayoría obreros, empleados y estudiantes,
concurrían anualmente. En sus salones de conferencias era dado escuchar las
disertaciones que acerca de los más diversos temas de política, economía y
cultura pronunciaban miembros del partido. Representaba esa casa el esfuerzo de
las clases laboriosas por elevar su nivel intelectual y económico, y, a la vez,
las formas de la vida cívica argentina. Respetada por todos sus adversarios
políticos, contaba con la simpatía de la población. Pero el dictador la había condenado a
desaparecer. En casi diez años de vocear a los trabajadores, de destruir los
sindicatos libremente organizados, de forzarlos a agremiarse en torno a la CGT manejada a su arbitrio, no
había domeñado al partido que desde medio siglo antes luchaba por la justicia
social y había obtenido la sanción de la mayoría de las leyes que hasta ahora
la protegen. Confundidos con los manifestantes que se
desconcentraban, llegaron frente a la
Casa del Pueblo quienes estaban señalados para destruirla. Su
cantidad apenas pasaría de un centenar. Disponían de armas de fuego y elementos
incendiarios, además de palos, hierros y piedras. Al comenzar el ataque, en
medio de gritos e insultos, hicieron varios disparos. Luego de forzada la
puerta del edificio, penetraron en él y en pocas horas lo destruyeron por las
llamas. De acuerdo con las órdenes impartidas,
no había guardia policial en las inmediaciones. Los cinco o seis agentes de la
comisaría 6ª se retiraron apenas vieron llegar a los manifestantes, y así
pudieron los incendiarios obrar con toda libertad. Los bomberos no acudieron
sino dos horas después. Sus instrucciones eran claras y debían cumplirlas:
“obrar sin apuro, pasivamente” (3). Una autobomba, que durante largo rato
estuvo estacionada en las inmediaciones, volvió a su sede sin actuar. Solo
cuando se tuvo la certidumbre de que la destrucción era total, comenzaron las
tareas de extinguir el incendio. El terrible episodio había conmovido a
los espectadores. Tal vez muchos se sentían avergonzados. Habían consentido con
su inactividad que un pequeño grupo de forajidos cometiera el vandálico hecho.
Pero sabían que ese centenar de miserables tenía la protección del Estado.
Comenzaba para el país, en esos momentos, una de sus épocas más trágicas. De la Casa del Pueblo el grupo criminal se traslado a la
Casa Radical,
Tucumán 1660, sede de un partido popular de honda raigambre argentina
(4). De sus filas habían desertado algunos dirigentes de segundo orden cuando
el coronel revolucionario de 1943 reclutaba a cuanto resentido hubiere en
cualquier parte, pero la mayoría de sus afiliados permanecía fiel a sus
principios. Desde 1946 los diputados radicales
habían hecho con valiente decisión la denuncia del proceso del gobierno
demagógico que no tardaría en acentuar su tendencia totalitaria y su espíritu
dictatorial. Algunos habían sido expulsados de la Cámara por la mayoría
oficialista y, ya privados de sus fueros, se habían expatriado a fin de escapar
a las persecuciones del dictador. Los radicales, como sus adversarios
socialistas, estaban condenados desde entonces. La ocasión esperada para
destruir su sede había llegado y era preciso aprovecharla. El método de ataque fue igual que el
ejecutado con la Casa
del Pueblo, como que eran los mismos sus actores. Forzaron la cortina metálica
que cerraba la amplia portada, penetraron en el edificio y luego de arrojar
desde sus ventanas muebles, bustos, libros, banderas y cuantos objetos hallaron
en sus dependencias, le pusieron fuego. Lo mismo hicieron con aquellos en medio
de la calzada. Desde media hora antes de iniciarse el
ataque se había desviado el tránsito por la calle Tucumán (5). La policía
estaba ausente a pesar de que a una cuadra funcionaba la seccional 5ª. Si algún
agente de las inmediaciones comunicaba a éste la noticia del incendio, se le
ordenaba permanecer en su sitio y desenterarse de él (6). Los bomberos
demoraron más de una hora en llegar, y cuando acudieron quedaron sin actuar
durante largo tiempo con el pretexto de que carecían de apoyo policial o de que
el público agujereaba las mangueras. Sólo cuando los incendiarios terminaban su
criminal faena y mucha parte de la Casa Radical quedó quemada, actuó la policía y
aquellas funcionaron. Lo mismo hicieron en la sede del Partido Demócrata, ubicada
en la calle Rodríguez Peña 525, a pocos metros de distancia
de la Casa Radical.
Pertenecía a una agrupación política que había gobernado el país durante largo
tiempo, y aunque no tenía ya representación parlamentaria, su acción opositora
no había cejado, razón suficiente para que no se salvara en esa noche trágica.
También allí los incendiarios violentaron la puerta, arrojaron a la calle
cuanto pudieron, y con todo hicieron una hoguera. Varias horas habían transcurrido desde
el comienzo de los incendios. A la jefatura de policía, a la dirección de
bomberos, a las seccionales de aquella, llegaban los requerimientos angustiosos
de los vecinos. Las respuestas eran siempre iguales: que no tuvieran miedo, que
a ellos no les iba a pasar nada, que ya irán las dotaciones… Mientras todo esto acontecía, el
ministro Borlenghi llamó a Gamboa para ordenarle no interferir a los
manifestantes y dejarlos realizar los incendios y actos vandálicos (7). El jefe
de policía obró en consecuencia. Si alguno de sus subordinados le pedía
instrucciones para contener a los grupos de forajidos, le contestaba que tenía
orden de la Casa
de Gobierno “de dejar que los muchachos anden por la calle” (8). Incendio del Jockey Club - Después de quemar las sedes de los partidos políticos, los
criminales se dirigieron al Jockey Club. Éste centro social era uno de los más
famosos del mundo, orgullo de nuestra capital y admiración de cuanto extranjero
eminente llegara a ella. Se le tenía por sede de la llamada
“oligarquía”, aunque solamente lo era de las gentes de diversos grupos que
daban formas elevadas al trato con sus semejantes. Lo había fundado un ilustre
argentino, Carlos Pellegrini, en la época en que “la gran aldea” (9) se
convertía en pujante ciudad, ansiosa de alcanzar en todo a las tres o cuatro
más importantes de Europa. Tenía una riquísima biblioteca, en cuyo salón
principal disertaron hombres de prestigio universal y destacados argentinos.
Entre sus colecciones bibliográficas poseía la que perteneció a Emilio
Castelar, el gran repúblico y celebérrimo orador español, además de las muy
nutridas sobre arte, historia, literatura, derecho, etcétera, al alcance de
cuantos estudiosos, fueran o no socios del club, quisieran consultarlas. Famosa
era, asimismo, su galería de cuadros y esculturas, en la que figuraban obras de
Goya, Vanloo, Corot, Monet, Raffaeli, Carriere, Harpignies, Falguiere, Soroll,
Anglada Camarasa, Figar, Fader, Bermúdez, Lagos, etcétera, cuyo valor actual,
según estimaciones de la casa Wildenstein, alcanzaría a más de ocho millones de
pesos (10). En ningún país del mundo había
acontecido nada semejante. Ni en Francia, durante los días revolucionarios; ni
en Rusia, cuando cayó la monarquía; ni en Alemania, cuando se impuso el
nacionalsocialismo; ni en España. Durante la guerra civil el pueblo destruyó
obras de arte. Tampoco lo hizo el pueblo argentino. Realizó esa infamia un
centenar de asalariados de la tiranía peronista. El Jockey Club tenía que ser
arrasado, y así lo fue en esa noche espantosa. ¿Qué faltas había cometido contra el
régimen imperante? No era un centro político ni en momento alguno se había
expresado en oposición al gobierno. Entre sus socios había de todos los
partidos, inclusive del que seguía al dictador Juan Domingo Perón, aunque la
mayoría era de independientes y gran parte de extranjeros. En él no se
conspiraba ni se hacía prédica adversa al oficialismo. A él se llegaba para
olvidar las preocupaciones de la diaria labor, para distraerse en tertulia de
amigos y conversar sobre las cosas amables de la vida. En la Casa de Gobierno se lo detestaba y en toda forma
se lo quería avasallar. El ministro Subiza le tenía particular inquina y
repetidamente había dicho que el Jockey Club “debía ser quemado con todos sus
socios dentro” (11). Desde mucho antes tenía preparado y organizado su incendio
y saqueo (12). Durante algún tiempo se puso junto a su
puerta principal, sobre la calle Florida, una maloliente venta de pescado,
luego se le quiso imponer la adquisición de cien mil ejemplares del libro “La
razón de mi vida” y forzarlo a contribuir para el Partido Peronista de Buenos
Aires y otras agrupaciones protegidas por el gobierno. La comisión directiva
consiguió que el sucio mercado se quitase y se negó a la compra y contribución
solicitadas. Tampoco dio curso a las solicitudes de ingreso de Juan Duarte y
Jorge Antonio, cuyos escandalosos negociados señalaba la opinión pública (13). ¿Acaso eran éstas sus faltas? En todos
esos casos el club estaba en su derecho, pero el déspota y sus secuaces no
entendían que algo pudiera haber que no se les sometiese. El club, por lo
tanto, tenía que desaparecer. Cuando la turba criminal llegó a su
frente, las puertas estaban cerradas. Los episodios de la Plaza de Mayo y el incendio
de las sedes de los partidos políticos opositores hacían prever los desmanes
que lo amenazaban. Los últimos socios concurrentes lo habían dejado al
oscurecer y sólo quedaban en su interior algunas personas de servicio. Poco antes de medianoche comenzó el
ataque de los forajidos por el lado de la calle Tucumán. Violentadas la puerta
y ventanas, comenzaron las depredaciones. Cayeron a la calle, arrojados desde
el interior, cuantos objetos hallaron a su paso. Luego, en pocos minutos, y pertrechados
de elementos incendiarios de extraordinario poder, pusieron fuego en los
principales salones y dependencias del suntuoso edificio. Las llamas asomaron
por la calle Florida, alimentadas por las admirables telas que eran, más que
propiedad del club, patrimonio de la cultura argentina. La Diana de Falguiere traída de
París por Aristóbulo del Valle, cuyas graciosas líneas daban encanto a la
imponente escalera, caía destrozada por los bandidos. Los tapices del gran
comedor, los muebles, las colecciones de diarios y revistas, todo cuanto era
difícil llevarse consigo, fue arrojado a las llamas para hacerlo más
destructor. Un azar salvó del incendio gran parte de la biblioteca, de la que
sin embargo se perdieron seis mil volúmenes (14). A la bodega no llegó el fuego, pero
llegaron pocos días después los emisarios de quienes lo habían ordenado. Su
valor era muy considerable, y según lo ha declarado por el encargado de la
misma, podía valuarse en cuatro millones de pesos “para hacer negocio”. Los
vinos y demás bebidas de más calidad y precio fueron retirados con destino a
las más altas autoridades de la
Nación; los comunes fueron vendidos en distintos lugares.
Algunos cuadros, esculturas y armaduras fueron llevados, en gran parte, a San
Nicolás por orden de Subiza y del inspector general de justicia Rodríguez Fox.
Otros se destinaron a la UES
y a la Confederación
de Deportes. Mientras se estremecía el corazón de los
espectadores del crimen absurdo e injustificable, el ministro Borlenghi se
comunicó con el jefe de la policía Miguel Gamboa. No le dio órdenes para que
evitara las horribles depredaciones. Solo le dijo textualmente: “Che,
incendiaron el Jockey Club”. Estas palabras, según declaró Gamboa, “las formuló
en forma un tanto interrogante, aunque denotaba conocimiento de este suceso y
que no le disgustaban tales hechos” (15). Durante varias semanas las multitudes
silenciosas y doloridas contemplaron las ruinas del club. Si alguien no podía
contener su indignación y la expresaba, así fuera con palabras prudentes y
mesuradas, era inmediatamente detenido. El dictador estaba en todas partes.
Oídos suyos eran los de sus agentes delatores y nadie escapaba a su implacable
vigilancia. Meses más tarde se demolió el hermoso edificio. El lugar que
ocupaba es todavía un amplio baldío en la calle más famosa de la ciudad… (16) El grupo criminal no había terminado su
faena. Intentó, esta vez por propia iniciativa, llegar al diario “La Nación”, pero el dictador,
que tenía noticia de los movimientos de los bandidos, pensó que tal ataque
podía malquistarle la opinión periodística universal, tan severa después de la
incautación del diario “La
Prensa”. La policía, que no defendió las casas de los
partidos políticos y del Jockey Club, impidió que se incendiara el diario de
Mitre. Hasta la madrugada los facinerosos
continuaron; cansados y ebrios, sus fechorías contra algunos comercios. El déspota Juan Domingo Perón podía
darse por satisfecho. Sus “muchachos” de la Alianza habían trabajado bien. En muy pocas horas
destruyeron todo lo que se les había ordenado, pero no lo que aquel más odiaba:
los partidos opositores y la cultura. Esa noche el tirano comenzó su rápida
caía hacia el abismo. Al día siguiente de los hechos producidos, lo escucharon
con tranquilidad e indiferencia, y no se interesaron en conocer a los
responsables. De ello dedujo Gamboa que no debía ahondar en la investigación.
(17). Y ésta no se hizo. Días después, Borlenghi decía regocijado: “Ha sido un
gol de Subiza” (18). Notas: 1. Declaración del comisario inspector Juan Fernando Cevallo en el expediente “Casa del Pueblo s/ saqueo e incendio”, foja 74. 2. Declaraciones de los comisarios de la Dirección de Bomberos Severo Alejandro Toranzo y Alfredo Der y del subcomisario Eduardo Omar Olivera (expediente citado, fojas 272, 216 y 219, respectivamente). 3. Declaración del inspector general José Subrá expediente citado, fojas 65). 4. Se refiere a la U.C.R. Unión Cívica Radical. (Nota del transcriptor). 5. Declaración del inspector general José Subrá (expediente citado, fojas 65). 6. Declaración de los agentes Amadeo López, Julio Furno y César Horacio Guzman (expediente citado, fojas 29, 30 y 33). 7. Declaración del jefe de policía Miguel Gamboa (expediente “Casa del Pueblo” foja 162 y 175). 8. Declaración del comisario Ángel Luís Martín (expediente “Casa del Pueblo”, foja 35). 9. “La Gran Aldea” se refiere a la Ciudad de Buenos Aires, toma esta expresión del libro homónimo de Lucio V. López en el que el autor recrea la Buenos Aires que deja de ser aldea colonial para convertirse en la gran capital de un país pujante y que llegó a ser el séptimo del mundo hasta que la tiranía peronista lo llevó a ocupar una mediocre ubicación en la lista de las naciones. 10. La estimación corresponde al año 1958 aproximadamente y son pesos moneda nacional, hoy desaparecida pero, de todas formas, constituía una colección de mucho valor económico pero por sobre todo artístico. Es sabido que el peronismo y la cultura no se llevaron jamás como no se pueden llevar bien la educación y la barbarie. La horda peronista ha destruido a lo largo de la historia muchas colecciones, bibliotecas, pinacotecas, documentos, de gran valor histórico y cultural tal como se ha visto hasta ahora y se verá a continuación. 11. Declaración de la señorita Olga Ana Castaing, secretaria de Román A. Subiza (expediente Jockey Club s/ saqueo e incendio, fojas 114). 12. Declaraciones de la señora María Luisa Subiza de Llantada (expediente citado) y de su madre señora María Rioboo de Subiza (expediente “Farro de Vignoli, Norma Elida s/ presunta infracción de la ley penal”. 13. Declaración del ex presidente del Jockey Club, doctor Urbano de Iriondo (expediente “Jockey Club”, fojas 23). 14. Durante el incendio muchos libros no se quemaron gracias a su compacta ubicación en las estanterías. (Nota del Transcriptor). 15. Declaración de gamboa (expediente “Jockey Club”) 16. En la actualidad dicho solar lo ocupa la “Galería Jardín”. (Nota del Transcriptor). 17. Declaración de Gamboa (expediente “Casa del Pueblo”, ya citado, fojas 164). 18. Declaración de la señora Zoe Martínez (expediente “Jockey Club”, ya citado).
Por Armando Maronese
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