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La muerte del Gran Capitán
Por Armando Maronese - 17 de Agosto, 2012, 21:10, Categoría: Historia
Hoy se cumplen 162 años de la muerte del General José de San Martín, Libertador de medio continente sudamericano. Testimonio Estando en París, Félix
Frías (1) resolvió visitar a su amigo José de San Martín en su residencia de
Boulogne-sur-Mer. De ese viaje, Frías dejó el siguiente relato: “Cumplo
hoy con el doloroso deber de comunicar al Mercurio la más triste noticia que
pueda transmitirse a las repúblicas de la América del Sud, la muerte del general don José
de San Martín. En la noche del 17 salí para el puerto de Boulogne, acompañado
por un compatriota, con el objeto de visitar al ilustre enfermo, cuya salud se
hallaba en estado alarmante, como anuncié usted el mes pasado. En la mañana del
siguiente día supimos la noticia de su muerte, acaecida el mismo día de nuestra
partida. Don Mariano Balcarce, esposo de la noble hija del General, nos
refirió, con el corazón destrozado por el dolor y bañados los ojos en lágrimas,
sus últimos momentos. El
17 el General se levantó sereno y con las fuerzas suficientes para pasar a la
habitación de su hija, donde pidió que le leyeran los diarios, que el estado de
su vista no le permitía desde mucho tiempo leer por sí mismo. Hizo poner rapé
en su caja para convidar al médico que debía venir más tarde, y tomó algún
alimento. Nada anunciaba en su semblante ni en sus palabras el próximo fin de
su existencia. El médico le había aconsejado que trajera a su lado una hermana de caridad, a fin de ahorrar a su hija las fatigas ya tan prolongadas de sus cuidados, y a fin de que el mismo enfermo tuviera más libertad para pedir cuanto pudiera necesitar, lo que a veces no hacía por no molestar a su hija. Esta señora no quería ceder a nadie el privilegio, tan grato para su amor filial, y de que disfrutó hasta el último instante, de asistir a su padre en su penosa enfermedad. El
señor Balcarce salió en la mañana del mismo día a hacer esa diligencia,
acompañado por don Javier Rosales, a quien comunicó las esperanzas que abrigaba
en el restablecimiento del General y su proyecto de hacerle viajar; tan lejos
estaba de preveer la desgracia que le amenazaba y tanta confianza le inspiraba
el estado de ese día y los anteriores de su padre. El señor Rosales procuró
disipar esas ilusiones que podían hacer más sensible el golpe, que él
consideraba inmediato y sus tristes predicciones no tardaron por desgracia en
realizarse. Después
de las dos de la tarde el general San Martín se sintió atacado por sus agudos
dolores nerviosos al estómago. El doctor Jardon, su médico, y sus hijos estaban
a su lado. El primero no se alarmó y dijo que aquel ataque pasaría como los
precedentes. En efecto, los dolores calmaron, pero repentinamente el General, que
había pasado al lecho de su hija, hizo un movimiento convulsivo, indicando al
señor Balcarce con palabras entrecortadas que la alejara, y expiró casi sin
agonía. Es más fácil comprender que explicar la aflicción de sus hijos en
presencia de esa muerte tan súbita e inesperada. Algunos
días antes el General se sintió atormentado en la noche por sus dolores, tomó
una dosis de opio mayor que la prescripta para calmarlos y en la mañana
siguiente apareció moribundo. Las aplicaciones de sinapismos lograron reanimarlo,
pero vino luego una reacción con fiebre violenta, que entiendo ha influido en
su muerte imprevista, a pesar de las engañosas apariencias de mejoría que se
notaron en los cuatro últimos días. En
la mañana del 18 tuve la dolorosa satisfacción de contemplar los restos
inanimados de este hombre, cuya vida está escrita en páginas tan brillantes de
la historia americana. Su rostro conservaba los rasgos pronunciados de su
carácter severo y respetable. Un crucifijo estaba al lado del lecho de muerte.
Dos hermanas de caridad rezaban por el descanso del alma que abrigó aquel
cadáver. Bajé
enseguida a una pieza inferior dominando los sentimientos religiosos, que
solevantan en el corazón del hombre más incrédulo al aspecto de la muerte. Un
reloj de cuadro negro, colgado en la pared, marcaba las horas con un sonido
lúgubre, como el de las campanas de la agonía, y este reloj se paró aquella
noche a las tres, hora en que había expirado el General San Martín. ¡Singular
coincidencia! El reloj del bolsillo del mismo General se detuvo también en
aquella última hora de su existencia. Al
día siguiente, 19, al tiempo de colocar en el féretro los restos mortales del
ilustre difunto, la caja de la guardia nacional resonaba casualmente enfrente
de la casa mortuoria; como si fuera homenaje militar tributado al guerrero, que
hizo resonar por la vez primera en las altas cimas de los Andes los clarines y
tambores marciales, que acompañaron en Chile, el Perú y el Ecuador, el
estandarte victorioso de la independencia americana. El
20 a las
6 de la mañana el carro fúnebre recibió el féretro, y fue acompañado en su
tránsito silencioso por un modesto cortejo. Cuatro faroles cubiertos de crespón
negro adornaban encendidos los ángulos superiores del carro. Seis hombres
vestidos con capotes del mismo color marchaban de ambos lados. Detrás iban el
señor Balcarce, llevando a su derecha al señor Darthez, antiguo amigo del
General, y a la izquierda al señor Rosales, Encargado de Negocios de Chile.
Marchaban enseguida D. José Guerrico, un joven de Buenos Aires, hijo de su
hermano don Manuel, el doctor Gerard y el señor Seguier, vecinos ambos de
Boulogne, El acompañamiento era humilde y propio de la alta modestia, tan digna
compañera de las calidades morales y de los títulos gloriosos de aquel hombre
eminente. El
carro fúnebre se detuvo en la iglesia de San Nicolás. Allí rezaron algunos
sacerdotes las oraciones religiosas en favor del alma del difunto. En aquel
momento noté en una de las naves del templo la tumba dedicada a la memoria del
Almirante Bruix, padre de dos bizarros oficiales, que murieron en América,
sirviendo a la causa de su independencia a las órdenes del mismo jefe que hoy
venía a confundir sus restos con los del célebre almirante. Sobre
la piedra de esa tumba se leen estas palabras, que pudieran bien grabarse en la
del vencedor de Maipú (2), con la diferencia de que la patria del General San
Martín es grande como el vasto teatro de sus hazañas: Tan
buen padre como gran general. Su familia y su patria le lloran - Después de esa ceremonia el convoy fúnebre continuó
hasta la catedral, vasto edificio que se construye en la parte de la ciudad
llamada alta. En una de las bóvedas de la capilla, acabada ya, fue depositado
el cadáver que acompañábamos. Allí descansará hasta que sea conducido más tarde
a Buenos Aires, donde según sus últimos deseos, deben reposar los restos del
general San Martín. Fiel siempre a sus hábitos modestos, había él mismo
manifestado la voluntad de que su entierro se hiciera sin pompa ni ostentación
alguna, y así se ha hecho. Ahí
está ya, en el puerto a que todos arribamos, el hombre que fue en la América meridional un gran
capitán y que supo imitar el magnánimo desprendimiento de Washington, cediendo
a su rival el teatro en que hubiera podido cubrirse aun de más gloria, y
alejándose espontáneamente de los pueblos a que había dado independencia, para
que se comprendiera que su única ambición era la de anularse, después de haber
contribuido poderosamente a la emancipación de medio mundo. Veintiocho años ha
pasado en su voluntaria proscripción, sin que jamás haya salido de sus labios
una sola palabra de queja, a pesar de que la calumnia y la ingratitud hicieron
llegar más de una vez al apartado lugar de su retiro los destemplado clamores,
que jamás conturbaron la paz de su alma. Ese es el puerto, sí; el mismo General
en uno de los momentos en que le afligían sus crudos dolores decía a su hija,
tan digna por su virtud de ser la heredera de su gloria, en el idioma del
pueblo que habitaba: “C´est l´orage qui méne au port” –la tormenta que conduce
al puerto- ¡Bellas palabras y llenas de verdad! ¡Cual otro que la muerte es el
puerto en que descansan, después de las fatigas de la vida, los hombres como el
General San Martín! No le bastó después de sus espléndidos triunfos, decir a
los pueblos que había emancipado: -Ved que soy un hombre honrado-; y ha sido
preciso que llegara lleno de años y de abnegación al borde de su tumba, para
que la justicia empezara para él. El fallo de la justicia humana no es completo
por desgracia, sino después que los hombres ven cadáver al que fue en vida
libertador, después que el héroe ha entrado a ese puerto, del que no se regresa
a la tierra. Si el general San Martín no se quejaba de la ingratitud, tenía
memoria para los beneficios, si es que pueden llamarse así las justas
recompensas acordadas por los Gobiernos de Chile y del Perú a sus grandes
servicios. En cuanto a la conducta respecto de él, del actual y de los
anteriores gobiernos de su propio país, imitaré, en presencia de esa augusta tumba,
el noble silencio del patriota generoso y puro que ella encierra. La
catedral, cuyas bóvedas subterráneas contienen los restos del general San
Martín, remonta su alta cúpula no lejos de la columna erigida por Napoleón en
el célebre campo de Boulogne, donde concibió el atrevido proyecto de invadir a la Gran Bretaña. Allí
mismo fue donde el genio militar del siglo distribuyó solemnemente las cruces
de honor a los valientes soldados de su ejército. El
general San Martín no sólo concibió sino realizó la empresa, no menos audaz,
considerada la diferencia de medios, del paso de los Andes, con un ejército que
tenía que hacer esa conquista sobre la naturaleza antes de conquistar para la
independencia a dos Estados americanos. Y sin embargo un solo monumento no se
eleva en todo el vasto territorio que recorrió aquel guerrero con sus tropas
victoriosas desde San Lorenzo hasta Pichincha. ¡Ingratitud de los pueblos
comparable sólo con el desprendimiento del héroe! Hacía
algún tiempo que el General consideraba próxima su muerte; y esta triste
persuasión abatía su ánimo, ordinariamente melancólico y amigo del silencio y
del aislamiento. El día 6 escribió en su cartera algunas palabras afectuosas de
despedida para sus hijos. Su razón, sin embargo, se ha mantenido entera hasta
el último momento; y puede decirse que su alma enérgica se ha lanzado de la
tierra, cuando le faltó cuerpo que habitar. En algunas conversaciones que tuve
con él en Enghien, lugar vecino a París, cuyas aguas le habían recetado los
médicos, pude notar un mes antes de su muerte que su inteligencia superior no
había declinado. Vi en ella el sello del buen sentido que es para mí el signo
inequívoco de una cabeza bien organizada. Hablaba con entusiasmo de la
prodigiosa naturaleza de Tucumán y de las otras provincias argentinas; y como
Rivadavia en sus últimos días, abrigaba fe viva en el porvenir de aquellos
países. Recordaba siempre con gratitud el noble carácter y el apoyo que
encontró para su gran campaña de Chile en los habitantes de las provincias de
Cuyo; y su memoria conservaba frescos y animados recuerdos de los hombres y los
sucesos de su época brillante. Nada simpático por el movimiento revolucionario
en que ha entrado la Francia
después de febrero, apreciaba a mis ojos con suma exactitud los defectos del
carácter francés, al mismo tiempo que las calidades que lo recomiendan, y las
causas de los males que hoy afligen a esta nación. Comprendía en sus últimos
días, como comprendió muy temprano y antes que el mismo Monteagudo, que la
libertad requiere condiciones muy serias en los pueblos para arraigarse, y que
el entusiasmo febril e irreflexivo no es su mejor garantía. La inteligencia que
supo hermanar la gloria con la más bella de las virtudes, el desinterés, era
bien competente para juzgar con acierto las cuestiones sociales. Su lenguaje
era de un tono firme y militar, por decirlo así, cual el de un hombre de
convicciones meditadas. Permítame
usted, antes de concluir, recomendar a la gratitud de los buenos americanos el
celo que algunos estimables caballeros han dispensado a la familia del héroe
que hemos perdido, en los amargos días de su desgracia. El señor don Javier
Rosales, Encargado de Negocios de Chile, ligado al general San Martín y a sus
hijos por el doble vínculo de la amistad y de su posición, ha representado
dignamente a un gobierno y a un pueblo, que deben conservar recuerdos de
respetuosa simpatía por el vencedor de Maipo. (2) Pero
si se conciben esas finas atenciones de la amistad en un hijo de aquella
república, son sin duda más laudables aun en un ciudadano francés. El doctor
Gerard, dueño de la casa que habitaba el general San Martín, y cuyo piso
inferior ocupaba él mismo con su familia, ha desplegado una solicitud tan
recomendable, que parecía inspirada por la pérdida de un glorioso compatriota
suyo. Verdad es que para un corazón francés la gloria bien adquirida no es un
título de un país, sino de la humanidad entera. Este caballero, después de
haber practicado con el señor Rosales todas las tristes diligencias necesarias
para conducir y depositar a un cadáver en su última morada, recorrió
inmediatamente los libros de la biblioteca de Boulogne, de que es director, y
ha publicado un hermoso necrológico en el imparcial de Boulogne, del 23 de este
mes, en el que sorprende que un extranjero haya podido juzgar con tanta
fidelidad al guerrero y los notables sucesos en que tuvo parte tan señalada. Espero
que se me perdonará la indiscreción de copiar aquí algunos renglones de una
carta dirigida por el doctor Gerard al señor Balcarce: “Y ahora, señor, no me
queda otra cosa que deciros, sino manifestaros de nuevo, con el corazón
consternado, la viva aflicción que mi esposa y yo hemos experimentado y
experimentaremos largo tiempo por la pérdida tan dolorosa que acabáis de hacer.
Nos envanecía la posesión de un hombre de esa edad y un carácter tan grande
bajo este techo que nos abriga. Esta casa esta santificada a nuestros ojos, su
pérdida deja en ella un vacío que se reproduce en nuestras almas, y que no se
llenará pronto”. El
piadoso celo el doctor Gerard ha sido igualado por el de un respetable
sacerdote, el abate Haffreingue, que cedió una de las capillas subterráneas de
la catedral para los restos del general San Martín, y ha prodigado a su
enlutada familia las benévolas atenciones de un ministro del evangelio. A los
esfuerzos infatigables de ese prelado tan ilustrado como virtuoso, se debe la
continuación de aquel edificio monumental. Usted
concibe la grata impresión que han debido despertar en los deudos y amigos del
difunto General estos actos de delicada urbanidad que honran la tumba abierta
en el suelo extranjero para recibir a un eminente ciudadano de nuestra América. Por
lo demás, la presencia entre los pocos amigos que llegaron hasta esa tumba de
un honorable anciano español, un distinguido escritor francés, un representante
de Chile y un niño de la
República Argentina, provoca reflexiones que es inútil
expresar a usted. La América
sentirá, sin duda, esta pérdida como debe ser sentida. Ella
será fiel a la gloriosa tradición de su origen, que es tal vez lo único que
podamos contemplar con satisfacción y sin rubor. El general San Martín es
venerable a mis ojos, no sólo porque fue un glorioso guerrero y porque sus
victorias inauguraron con las de Bolívar la era moderna de la América antes española; es
sobre todo venerable porque a sus hechos heroicos mereció asociar el título de
grande hombre de bien. Este elogio tributado por el ilustre hombre de Estado de
la Inglaterra,
muerto no ha mucho, al rey Luís Felipe, que acababa de morir también, será la
corona más bella que pueda la posteridad colocar
sobre la frente de las estatuas que se erigirán un día a la memoria del general
San Martín”. (Escritos y Discursos”,
Buenos Aires, 1884, t.I) (1) Félix Frías: Pensador
argentino, político y prestigioso orador y autor de numerosos libros, Fue
representante argentino en Chile durante el gobierno de Domingo F. Sarmiento
(1869) y el defensor más acérrimo en la cuestión sobre la soberanía argentina
de la Patagonia.
Gracias a su gestión, ésta no entró dentro del arbitraje
disputado por ambas naciones. La postura de Chile, manifiesta por su Ministro
de Relaciones Exteriores, Adolfo Ibáñez, era la de incluir la Patagonia en su
totalidad en el arbitraje. Según Ibáñez, este territorio constituía un interés
vital para Chile. Félix Frías argumentaba que "la Patagonia, el Estrecho
de Magallanes y la Tierra
del Fuego, aunque contiguos, son territorios distintos". Con esta frase
descalificaba la intención de su par chileno de incluir estas tres regiones
como si fueran sólo una, frente al arbitraje internacional. En los alrededores de El
Calafate hay dos accidentes geográficos que llevan su nombre: El Glaciar Frías
y el cerro Frías, bautizado en su memoria por Francisco P. Moreno. En esa
ocasión, un 12 de marzo de 1877, el Perito Moreno, a los pies del cerro, decía:
"costeamos la falda de un cerro bastante elevado y extenso (...) Llamo a
este cerro monte Félix Frías en honor de mi venerable amigo, el esclarecido
patriota que defiende con tanto ardor la causa de los argentinos contra las
temerarias pretensiones chilenas" (Viaje a la Patagonia Austral,
pág. 441). (2) La Batalla de Maipú fue un enfrentamiento armado
decisivo dentro del contexto de la
Guerra de Independencia de Chile, que tuvo lugar el 5 de
abril de 1818, en el valle del Maipo, cercano a Santiago de Chile. Durante la
misma se enfrentaron las fuerzas patriotas del Ejército
Unido
—formado por tropas argentinas del Ejército de los Andes y chilenas del
Ejército de Chile— al mando del capitán general José de San Martín, contra el
Ejército Real de Chile bajo las órdenes del general Mariano Osorio. Por Armando Maronese
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